La Casa de los Sordos

Mención de Honor Revista “Crepúsculo” 2013

Decían que Epifania era la hermana menor de la familia Buscaglia, o tal vez la prima segunda del primo segundo de Efraín, el que fue almacenero del barrio, o la  hija de la señora Teresa, una jubilada, íntima amiga de la tía Margarita en los años 60, o la nieta del que tres décadas atrás fue el jardinero del tío Humberto.

Especulaciones sobraban. Quizá, la abuela Angélica hubiera sido la única capaz de poner un poco de luz al asunto, pero esa posibilidad había quedado trunca desde el mismo momento del ataque cerebral que la dejó postrada en una silla de ruedas.   

Más allá de todas esas suposiciones, Epifania concurría a las reuniones familiares unos cuantos domingos al año. Llegaba puntualmente a las doce del mediodía y tocaba tres timbres, ni uno más, ni uno menos. El que iba a abrir la puerta siempre era el primo de la abuela, Raimundo (el resto se hacía el distraído o el que no escuchaba), caminaba con desgano, un poco de viejo y otro poco de fastidio, diciendo cosas por lo bajo de Epifania, como eso de “otra vez esa vieja”, o “quien le habrá dado vela en este  entierro”. Raimundo abría la puerta y ahí estaba la mujer, debajo de un sol terrible, con sus zapatillas blancas desabrochadas, su vestido a florcitas azules y rojas, y el tradicional budín ingles en la mano. Era como ver una fotografía. Se vestía siempre igual, sin importarle mucho el clima (cuando estaba un poco fresco se ponía un saquito marrón con un remiendo en un codo).

Epifania, con una sonrisa inexpresiva y un rubor en las mejillas, como sintiendo vergüenza de haber tocado el timbre, le decía buenas días y entonces Raimundo le respondía con un cortante: “Adelante, señora”.

Epifania no se quedaba atrás: “Señorita”, retrucaba, pero lo decía tan bajo que resultaba imposible que el viejo la pudiera escuchar.  

Traía una carterita negra colgada en el brazo con el cierre roto. Allí adentro tenía guardado el paquete de caramelos de refresco y el chocolatín blanco, el mismo que aparecía en la propaganda de la televisión. Ese era nuestro gran secreto: las golosinas.       

Era muy flaca y bastante alta por ser mujer. Había domingos en que se ladeaba para un costado. Uno veía entrar a esa figura desgarbada cruzando la galería, esquivando muebles y personas, y daba la sensación de que era como un obelisco ambulante a punto de venirse abajo.  

No era tan vieja, lo que pasa que la cara la tenía llena de arrugas y de manchas grises, y además le faltaban dos premolares. Lalo, mi padrino, afirmaba que era tan flaca que le daba impresión mirarla. El hombre también decía que venía a la casa a matar el hambre.  

Ni bien entraba, dejaba el budín inglés en la mesa del comedor y corría a la cocina a darle un beso a la abuela Angélica, su vieja amiga caída en desgracia. Una vez me contó  que se movió en la silla de ruedas y le dijo, muy conmovida; “Gracias querida por venir a visitarme”. Pero yo sabía que eso era imposible, Angélica había quedado como moldeada en cera, se asemejaba a las estatuas que hay en algunos museos.      

Cuando Epifania me descubría entre la gente (yo la miraba con curiosidad, siempre  escondido detrás de algún mueble) me hacía una seña y entonces yo iba corriendo a su encuentro y le daba un beso. Ella me preguntaba cómo estaba y, con mucha reserva, me pasaba las pastillas y el chocolatín blanco por debajo del mantel. Con el mismo disimulo los metía adentro del bolsillo y me iba al jardín  para devorarlos detrás del limonero.

En el almuerzo Epifania comía con desesperación, abonando la teoría de muchos de que pasaba urgencias económicas, por no decir miseria. Para servirse no era tímida. Se despachaba con gusto de las distintas fuentes y platitos sin importarle demasiado la comida. Nos sentábamos juntos, uno al lado del otro, bien pegados, en un rincón perdido de la larga mesa. A veces, al ver a las otras personas tan alejadas se me daba por pensar que Epifania y yo estábamos castigados. O que éramos fantasmas. Sí, un día se me ocurrió que éramos dos fantasmas a los que nadie prestaba atención.       

Después de la fruta empezaban los problemas. La mesa se convertía en una especie de cuadrilátero de boxeo, en donde la consigna era pelearse todos contra todos. Los temas de conversación iban variando con el correr de los  minutos, pero siempre desembocaban en la política. En ese punto la reunión se convertía en algo confuso y violento.

Estoy seguro que si le hubieran dado una mínima oportunidad, la señorita Epifania hubiera logrado poner paños fríos a esos tan penosos desencuentros. Ella, con mucha sutileza, cuando la cosa se ponía áspera, soltaba una frase cualquiera, como invitando a la gente a cambiar de tema. Pero no cambiaban de tema, al contrario, se trenzaban peor. Era como si no existiera.   

Un domingo, cuando la pelea alcanzó su punto más caliente, Epifania murmuró: “Mañana está anunciada la tormenta de Santa Rosa”. Lo dijo tan débil que yo apenas pude escucharla. Ella se quedó observando a los comensales, como hipnotizada, y cuando notó que sus palabras habían pasado de largo, hizo un gesto de indiferencia y siguió comiendo un alfajor de maicena. Otra tarde, en el medio de un fuerte entredicho que dejó a los contrincantes al borde de las trompadas, Epifania metió la frase conciliadora: “Esta mañana agarraron al violador de Villa Crespo”. Nada. Y eso que la noticia hubiera dado para hablar largo y tendido. Al degenerado ese hacía meses que le venían siguiendo los pasos pero nunca lo podían atrapar. Su vocecita fue como un suspiro en el medio de un huracán. La gente siguió entreverada hasta que sirvieron el café.  

Otro almuerzo largó: “Ando jodida. Los exámenes de orina me dieron mal”. Yo hubiera jurado que ese era el momento ideal para interesarse por su salud, al menos hacer una pregunta de compromiso. Nada. Siempre nada.

Pero un domingo sucedió algo imprevisto. Ese día los energúmenos no pudieron esperar a la sobremesa y se trenzaron en pleno almuerzo. Hablaban de política, cuándo no. Epifania los empezó a observar muy molesta. Tenía una expresión desencajada y los ojos violentos. Enseguida, con una voz gruesa, dijo:  

—Lo que pasa que los militares que gobiernan nuestro bendito país son todos unos reverendos hijos de puta. ¡Que joder!

Se hizo un profundo silencio. Yo me quedé helado. Nunca la había oído decir una palabrota. La afirmación sonó clara y quedó rebotando en las paredes de la larga y soleada galería unos instantes, como envuelta en un extraño eco. Más de uno miró de reojo para el lado donde estaba sentada Epifania. Otros se movieron molestos en sus sillas. Escuché una tos nerviosa que no alcancé a distinguir de quien era. Después, siguieron la charla, como si ese comentario nunca hubiera existido.

Con el tiempo me di cuenta que esa frase había sellado su suerte: muchos de los sentados en la mesa-mis padres entre ellos-, defendían a la junta militar con uñas y dientes. Los partidarios de ideas un poco más democráticas, en clara minoría por cierto, en definitiva los dejaron hacer, después de todo, más allá de las posiciones ideológicas, Epifania era una incomodidad para todo el mundo, salvo yo, claro está.

Esa misma tarde, cuando Epifania se fue, se puso en marcha el plan, el siniestro plan. Lo repasaron varias veces, cosa de no dejar ningún detalle librado al azar.   

—…Entonces, la próxima vez, la vieja comunista toca el timbre y nosotros ni ah, mudos, nos quedamos más mudos que un muerto—dijo mi padre.

—Eso, eso…la jovata de porquería toca el timbre, los tres timbres, y nada, como si nos hubiera tragado la tierra— dijo Lalo.

—No se tiene que escuchar ni el zumbido de una mosca — agregó  la señora Ernestina.

Su suerte estaba decidida. Si la abuela Angélica hubiera estado en sus cabales acaso su destino hubiera sido otro.

Regresó unas cuantas veces, tocó los tres timbres de rutina, pero la puerta nunca se abrió. Un día, desapareció para siempre.

Los primeros tiempos de médico fueron muy duros. Además del hospital, trabajaba en el servicio de emergencias, me la pasaba arriba de una ambulancia veinticuatro horas de corrido, tres veces a la semana.

Un sábado a la noche nos llamaron de un geriátrico, una anciana había perdido completamente el control. No había forma de pararla, los calmantes los terminaba escupiendo en la cara de las empleadas del establecimiento.     

Llegamos cerca de la medianoche, lloviznaba. Lo primero que hice fue pedir su historia clínica: Tenía 89 años y se llamaba Epifania Sandoval. El apellido no me decía nada pero su nombre… ¿Sería ella?  La intuición me dijo que sí, fue por eso que le pedí al enfermero que me esperara afuera de la habitación.

Reconozco que tuve que hacer mucho esfuerzo para reconocerla, pero sí, era ella. La encontré sentada contra el respaldo de la cama. En ese momento estaba tranquila aunque su respiración se mantenía agitada. Sus pequeños ojos negros me miraron pero no me vieron. Hacía tres años que se había quedado ciega. Me senté a los pies de la cama y le pregunté qué le sucedía. Me respondió que había tenido una pesadilla. Había soñado que perdía la audición de los dos oídos; en el sueño ya no podía ni ver ni escuchar.

—¿Pero usted ahora me está escuchando, no?—le pregunté.

—Sí, doctor.

—Entonces no se preocupe, no se va a quedar sorda. Fue sólo un mal sueño.

Insistió con eso de la sordera. La cara se le puso roja, parecía que iba a perder el control otra vez. Me tironeó del brazo y me pidió que la revisara, desde hacía una semana sentía un zumbido extraño en el oído izquierdo. La examiné con cuidado y no noté nada raro. Le dije que seguramente era un tapón de cera, que le iba a preparar una orden para que en la semana le practicaran un lavaje.

Entonces, con un hilo de voz, me pidió que me acercara, me quería decir algo muy importante. Cuando estuve a su lado se inclinó y dijo:   

—La sordera, doctor…es una enfermedad terrible. Hace muchos años yo tenía unos   amigos…había un chico también…Usted no se imagina, se quedaron todos sordos. Que sé yo, debió ser una epidemia. Al final, ni el timbre escuchaban…

Las imágenes de aquella última tarde me llegaron todas juntas y me hicieron sobresaltar. Traté de tranquilizarla. Le dije que tenía que confiar en mí, que nunca le iba a pasar eso. Le inyecté un calmante, pero Epifania se quedó dormida antes de que le hiciera efecto. La tapé, le di un beso en la frente y me fui. Subí a la ambulancia y seguimos la recorrida. Por varias horas me quedé pensando en ella… Nunca me perdoné no haberle confesado que yo era aquel niño que se sentaba a su lado. Ni tampoco que nunca dejé de escuchar sus tres timbres, y que después, cuando dejó de ir a la casa de los sordos, siguieron sonando adentro mío, cada vez que descubría el lugar vacío en la mesa.

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