2° Premio Fundación Banco Ciudad 2010
Elías Guzmán había nacido de noche y en otoño. De muy chico le habían asegurado (una tía, un tío, o una abuela, sólo Dios lo sabe) que los varones nacidos bajo esas circunstancias estaban destinados a vivir muchos años. Aunque al principio esa predicción le resultó una frivolidad, una expresión de deseos en el mejor de los casos, la idea de llegar a anciano le entusiasmaba enormemente. Con el tiempo fue asumiendo esa especie de superstición familiar como una marca distintiva de su afortunado destino. Es más, había momentos que daba por sentado que iba a terminar sus días rodeado de nietos y bisnietos, igual que su abuelo materno.
Ahora, con treinta años recién cumplidos, flotando a duras penas en la inmensidad de ese mar solitario, los hechos le venían a desmentir la inocente creencia. De no mediar algún inesperado milagro (Elías era más bien un tipo práctico, con los pies en la tierra, muy poco proclive a creer en fantasías o en misticismos), el hombre irremediablemente se iba a morir joven y para colmo en las mismas condiciones que su arribo al mundo: de noche y en otoño.
Sin embargo, aquella paradoja no lo inquietó demasiado, por lo menos no era lo que más le preocupaba. En todo caso la consideró una desafortunada coincidencia. Lo otro, en cambio, lo perturbó gravemente. Haber vivido engañado todos esos años le pareció algo imperdonable. Mientras se mantenía a flote y de a ratos braceaba inútilmente, se lamentó no haber vivido más de prisa.
La vida de un hombre no es una foto, ni un cuadro, ni un paisaje estático que resiste heroicamente el devenir del tiempo. Elías, lo confirmó esa noche. La vida es un constante fluir. Los cambios a los que está sujeto un ser humano, perceptibles o no, profundos o superficiales, se suceden uno tras otro, sin dar respiro, como las gotas de una lluvia torrencial. Las pruebas estaban a la vista. En horas nomás había pasado por varios estados, fugazmente y sin proponérselo había adoptado diversas personalidades, como el actor que interpreta distintos personajes.
En la oscuridad, en el frío, en la quietud de ese mar que ahora se había vuelto silencioso, repasó con obsesión cada aspecto de la metamorfosis. Trató de reconstruir los detalles de aquel infortunio, de enumerar cada uno de los pasos dados esa tarde hasta que la desgracia se precipitó. Recordó el muelle, el mar cubierto de una espuma brillante, el momento en el que subieron al velero. El cielo celeste, limpio de nubes. Rememoró el rostro relajado de ella, las manos aferradas, las miradas cómplices, el abrazo, el beso apasionado y el te quiero que ella había pronunciado de una manera dulce y pausada. Ya en alta mar, la ciudad que poco a poco se fue desvaneciendo, el débil sol acariciando sus pieles bronceadas, el aire refrescante, el cabello de su amada, a merced de la brisa marina.
En los instantes previos al desastre, Elías se había sentido mucho más que un simple hombre de carne y hueso. En alta mar, arriba de su hermoso velero y en los brazos de ella, él se creyó inmortal. Cuando aquel viento, extraño e inesperado, se desató justo a la hora en que el atardecer se desangraba en el horizonte, ese presente se deshizo en mil pedazos. Con su furia, el brutal viento hizo volar por los aires la embarcación y con ella se llevó también su futuro dorado. Entonces Elías se convirtió rápidamente en otra cosa. Con el paso agónico de los minutos, con la llegada de las sombras y el frío, fue un simple náufrago, y más tarde, un condenado a muerte.
Pensó en ella. Mejor dicho, pensó en su voz que había dejado escucharse apenas cayeron al agua. El mar había acallado su voz, rara mezcla de lloriqueos, lamentos y rezos desesperados. La misma que un tiempo atrás había pronunciado la frase: “Hasta que la muerte nos separe”. ¿Qué había sido de su dulce prometida? ¿Era sólo su voz la que se había muerto? ¿Seguiría con vida?
Hasta que la muerte nos separe. ¿Acaso mujer no sabías que no hay que hablar de ella? Deberías haberlo tenido en cuenta —pensó—, no es aconsejable mencionarla. Cuando se nombra a la muerte, cuando se le dicen cosas, en realidad es ella la que habla de nosotros, la que nos pone el ojo, la que nos convoca.
Y otra vez el silencio. Un silencio brutal, como una música trunca, como un deseo escondido. Algo seco y definitivo, como un cementerio. Ni la oscuridad interminable, ni el frío golpeaban tanto como él. Ni siquiera el recuerdo de la ciudad que ahora había desaparecido. Nada era comparable con aquel silencio, ni las luces rojas y violetas del crepúsculo que un rato antes lo habían envuelto de manera triste, con melancolía, como si estuvieran despidiéndose de él. Ni esa luna apagada que parecía moverse como un fantasma de un lado para otro en el cielo distante, como mofándose; ni las estrellas inútiles que titilaban tan débiles que costaba creer que eran las mismas que una vez habían iluminado los apasionados e imborrables encuentros con ella.
Sintió miedo. Entonces pensó en Dios. Hacía mucho tiempo que no pensaba en él. No lo hizo de la manera que lo hacen los demás, quiero decir, no rezó, ni suplicó, ni le pidió nada. Nada de eso. Por primera vez en su vida admitió su existencia, pero no de la forma cobarde que lo hacen los moribundos. Por el contrario, fue una serena convicción. Se dijo que Dios era el paisaje que lo rodeaba, la oscuridad que le cubría los ojos, el frío que le desgarraba la piel, el mar que se lo iba a terminar tragando. ¿Pero Dios sería nada más que eso? ¿Alguien se apiadaría de su alma?
Pensó en la muerte una vez más. Midió las ventajas y desventajas de morir ahogado y las comparó con otras: quedarse seco de un ataque al corazón, caerse al vació desde una piso 10, morirse de tristeza. No se detuvo. Imaginó una muerte por decapitación, otra por envenenamiento y una más por fusilamiento. En pocos segundos había muerto un sin fin de veces. Con el correr de los minutos se fue conformando. Concluyó que el acto de morir no era trascendente, mucho menos sus circunstancias. Lo intolerable era no haber vivido lo suficiente, no haber podido cumplir ese designio de llegar hasta viejo. Su corazón se llenó de ira y al mismo tiempo su cuerpo se renovó de fuerzas. Se propuso mantenerse a flote un tiempo más. Después de todo, la fatiga era más tolerable que la desilusión. Lo había decidido: se iba a rebelar contra ese destino miserable. Se juró vivir la larga vida que estaban a punto de arrebatarle.
En su muñeca, el reloj acuático y luminoso marcaba las 9 de la noche. Allí residía la clave de su secreto plan, ese reloj iba a ser el obligado calendario de la larga y prometedora existencia que lo estaba esperando. Se juró resistir una hora más, apenas eso, después de todo no era más que un simple cálculo matemático: cada uno de los minutos de esa última hora iban a representar para él un año de vida. Así, serían sesenta años los que le quedaban por vivir.
Iba a aguantar hasta las diez de la noche. Se lo prometió. No parecía ser muy difícil. Se sacó los zapatos y se puso a hacer la plancha. Entrecerró los ojos y se mordió los labios con fuerza. Adentro, bien adentro de su ser, escuchó un revolotear de pájaros, un tarareo, un ruido de agua dulce. Sí, escuchó una cascada, el agua cristalina que fluía, que corría alocadamente en sus venas, convirtiendo la sangre en un bólido descontrolado. Después de eso, se dejó llevar por esa misteriosa fuerza. Su cabeza empezó a imaginar los años que estaban por llegar, y ya no se detuvo más.
El primer año, es decir, el primer minuto, se fue muy rápido, entre el rescate providencial de aquella lancha de la prefectura, los meses de convalecencia en el hospital y una crisis existencial que por poco lo lleva al suicidio. La recuperación física y espiritual fue un proceso largo y penoso. A partir de los treinta y cinco años (Esto es, a las nueve y cinco, exactamente) su vida tomó un nuevo impulso. Recibió una herencia inesperada de una tía con la que nunca había tenido trato y se dedicó a recorrer el mundo durante varios años. A los cuarenta conoció en Bruselas a Mirelle, con quien vivió un apasionado romance.
No todas fueron rosas. En Europa recibió la triste noticia de la muerte de su madre y seis meses más tarde de su padre. Ella había muerto de una enfermedad desconocida y el padre, de tristeza.
Las mujeres siempre representaron para Elías una cuestión vital, imprescindible, pero en definitiva nunca le duraron demasiado: con cuarenta y dos años sobre sus espaldas dejó a Mirelle por Carla (una hermosa italiana) y unos años después, a Carla por la española Soledad. Su vida amorosa fue un tembladeral hasta que por fin conoció, en uno de sus tantos viajes, al amor de su vida: Adriana, una reconocida pintora colombiana. Con ella tuvo tres hijos: Julián, Andrés y Jeremías.
No se detuvo, siguió viviendo: a las nueve y veinte en punto, es decir habiendo cumplido cincuenta años, se fue a la India producto de una nueva crisis espiritual, lugar en el que lejos de alcanzar el ansiado alivio, se convirtió en un adicto a la heroína. Adriana tuvo que intervenir para rescatarlo de una muerte segura. Elías decidió recluirse en la Argentina, en donde se rodeó de viejos amigos que le dieron contención y cariño. A los sesenta años (nueve y treinta, ni un minuto más, ni un minuto menos) se casó con Cecilia, una mujer veinticinco años menor que él. Tuvieron tres niños: Leandro, Matías y Susana, su única y consentida hijita. A los sesenta y ocho el corazón le dio un buen susto por aquel infarto que por poco se lo termina llevando al cielo o al infierno, quién sabe.
Fue en esas circunstancias que pensó que le faltaban todavía veintidós años para cumplir su cometido. Se cuidó y siguió cada una de las recomendaciones del médico. A los setenta años se volcó a la relectura de los grandes escritores. Empezó con la obra de Borges (la que terminó de leer en dos meses, todo un record) y siguió con Kafka, Chesterton, y Beckett. Tenía setenta y cinco (¡Diez menos cuarto clavadas!) cuando se dedicó a los autores latinoamericanos: Rulfo, Cortázar y Vargas Llosa.
La celebración del cumpleaños número ochenta fue todo un acontecimiento (Nueve y cincuenta minutos). Asistieron más de cien invitados, entre ellos sus hijos y nietos colombianos.
Con ochenta y cinco años Cecilia lo abandonó, pero no le reprochó nada, al contrario, le agradeció haberlo soportado tanto tiempo.
Los últimos cinco minutos los dedicó a la relectura de Hemingway, Twain y Julio Verne.
El mar lo llamó unos segundos antes de las diez, y él, dulcemente, se dejó llevar.
Mientras se hundía, se le vinieron a la cabeza las imágenes de una escena familiar: una mesa larga, un mantel blanco, una jarra de vino con forma de pingüino y un montón de gente sentada alrededor. Y su madre acariciándole el pelo, y su padre contándole un cuento antes de quedarse dormido.
El cuerpo fue encontrado en una de las tantas playas del norte de la ciudad. Soplaba viento del sur y la mañana recién se abría. Daba la sensación de que el mar lo había depositado en ese lugar con suma delicadeza. El rostro viejo y arrugado de ese desconocido tenía dibujado una expresión de felicidad que despertó la admiración de muchos.
Al Elías Guzmán que todos conocieron no se lo encontró jamás. Dijeron que el mar se había emperrado con él por alguna deslealtad cometida en vida. No se dieron mayores detalles al respecto.
A ese viejo misterioso y desconocido, en cambio, se lo enterró en una tumba sin nombre del cementerio local, después de una larga y provechosa vida.