( Ganador 1° premio narrativa certamen  Fundación Xeito Novo de cultura gallega – octubre 2008)

«Un buen escritor no es un cuentista o un novelista: es una persona resignada que escribe lo que puede.»

Abelardo Castillo

El tiempo es demasiado breve en esta miserable existencia, para encima andar perdiéndolo de una manera más miserable aún. Eso era lo que yo pensaba, cada vez que el flaco Lagomarsino me pedía eso. Y él insistía e insistía de una manera insoportable, nunca se olvidaba del asunto. A veces pasaban tres, hasta cuatro meses sin volver sobre el tema, y entonces me ilusionaba. Sospechaba que se le había borrado la idea de la cabeza. Pobre de mí, si el flaco tenía algo para destacar era justamente eso: su insistencia. Por lo demás, era un tipo sin demasiadas luces, por no decir ninguna.

Aunque no lo pareciera, yo sentía cierto aprecio por él. Es más, para no herirlo, nunca le respondía con un rotundo no. En general solía balbucear: “bueno”, “vamos a ver”, “mas adelante” y otras vaguedades por el estilo. Reconozco que más de una vez estuve a punto de decirle: “Che flaco, déjate de embromar, esa historia de amor no se la cree nadie”. Sin embargo me quedaba callado.

Admito que hasta su muerte, aquella fatídica tarde, nunca experimenté demasiadas culpas. Quiero decir, nunca perdí el sueño por estas cuestiones. Muy de vez en cuando me reprochaba que estaba en falta con él, que no era merecedor de ese trato. Pero más bien se trataba de una impresión efímera que se evaporaba tan pronto como llegaba.

Hoy, a la luz de los hechos, puedo decir sin temor a equivocarme, que mi actitud era lisa y llanamente una deslealtad. De todas maneras, ¿Quién en este mundo se atrevería a juzgarme? ¿Quién tendría la suficiente autoridad moral para condenarme?  

El flaco, por el contrario, me había bancado un sin fin de veces. Aunque no fuera más que poner la oreja, para mí era suficiente.      

Así como era, un ser tan apagado, tan gris, con todo eso, siempre se las arreglaba para estar conmigo en los momentos más fieros. Y yo le hablaba hasta el cansancio, sin parar, siempre en ese mugriento café, con esa letanía que era capaz de agotar a cualquiera. Él soportaba todo el discurso, horas escuchando sin decir nunca una palabra. En realidad, más que hablar, creo que vomitaba, sí, yo le vomitaba al pobre flaco ese malestar, que cada día era más urgente, más impiadoso. Porque mi vida nunca fue un lecho de rosas, pero esos últimos meses  habían sido directamente un verdadero infierno.

No hay caso, uno se cree que ya ha tocado fondo, que no se puede descender más, pero se equivoca, vaya que se equivoca. Cuando se piensa que ya está, que no hay manera de seguir degradando el alma, inesperadamente se vuelve a bajar la pendiente, se empieza de nuevo a rodar, con más fuerza que antes, a zonas más tenebrosas y oscuras todavía. Es en esos momentos cuando uno más se pregunta: ¿Cómo puede un ser humano convertirse en una caricatura tan canallesca, tan miserable? ¿Cuántos peldaños más se pueden bajar en esta ciénaga? ¿Cuánta más indecencia se le puede agregar al alma?

Una vergüenza. Yo era una vergüenza, señor. Y Lagomarsino, seguía allí, impávido,  sumergido en la más respetuosa discreción, con los ojos abiertos, casi sin pestañar. Tenía la certeza de que él no entendía una palabra de lo que le decía, pero su actitud era conmovedora.

De todos modos, en ciertas ocasiones se lo notaba inquieto, cosa rara en alguien tan austero y medido como él. Con evidente desazón me preguntaba:

—¿Y Juancho?, ¿Para cuándo el cuentito?

—Otra vez con eso, flaco, le respondía con indiferencia— . A un escritor no se lo puede apurar, las cosas tienen que fluir solas…

Y Lagomarsino hacía una mueca resignada, como no queriendo aceptar esa respuesta seca y cortante, pero se las aguantaba sin decir nada. Eso sí, al día siguiente empezaba de nuevo. En el fondo pensaba que me podía ganar por cansancio, y en todo caso, algo de razón tuvo.

Es el día de hoy que no me alcanzo a explicar como me había convertido en su amigo. Bueno, amigo es una forma de decir. Más bien era un desconocido a quien frecuentaba seguido. Presiento que la amistad debe ser otra cosa.

Ahora bien, yo estaba muy sólo. Sin lugar a dudas esa era la clave de mi vínculo con él. Necesitaba imperiosamente hablar con alguien. Y si la respuesta para ese ahogo era una mujer, entonces prefería decididamente seguir así, huérfano, como un alma en pena. La única mujer que podría esperar, ya no estaba. Se había ido y no volvería jamás.

Sea como sea, los dos teníamos algo en común: el fracaso. Al menos, hasta conocer a Florencia, el flaco era un completo fracasado, igual que yo.

Sin embargo, en ciertas ocasiones, mi relación con él se tornaba sumamente difícil. El flaco tenía ¿cómo puedo explicarlo? Un modo tan simple de vivir, tan desprovisto de cualquier complejidad, que a mí particularmente me exasperaba. Esa alegría hueca, tan inconcebible, que le nacía de repente, sin motivo aparente, me sacaba de las casillas.

Por supuesto que con él había que tener paciencia. Una cosa era Lagomarsino callado, en silencio, escuchando mis monólogos de todos los días, y otra muy diferente, hablando, opinando de fútbol, y no mucho más que eso. No era tanto por el contenido de sus dichos: superfluos, definitivamente intrascendentes. No, el problema era otro. Para que quede claro: su voz no era una voz. Más bien se trataba de un susurro entrecortado, opaco, apenas audible, como de ultratumba. Irremediablemente ese lastimoso sonido parecía arrancado del mismísimo infierno. En esos instantes lo aborrecía con toda mi alma. Y con tal de no escuchar ese molesto ruido, yo era capaz de cualquier cosa, hasta de prometerle que le iba escribir el cuento. Y así fue. Se lo prometí. Un día que todavía maldigo, se lo prometí. Y si bien para mí no tuvo ningún significado, para él fue todo un acontecimiento. Claro, eso lo supe un tiempo después. Tuvo que ser aquella mañana, lluviosa como pocas, en el roñoso café de todos los días, cuando le dije, de mal modo:

—Flaco no me hinches más, ayer empecé el relato. Seguro, tengo para seis meses de laburo. Te aviso cuando lo tenga terminado.

Una mentira. Lo que se dice un colosal engaño. En aquel momento no me reproché esa actitud, pero ahora siento vergüenza de la infame promesa. Estaba demasiado acostumbrado a mentir, para mí era un acto natural, un recurso necesario para seguir subsistiendo. Disfrutaba con toda esa sarta de fantasías como nadie. Me gustaba ver a las personas prisioneras de mis burlas. Creo que por un tiempo llegué a amar esa monstruosa patraña que le había inventado a Lagomersino.  Pobre flaco, lo había envuelto como a un niño. A veces pienso que fue esa misma zozobra —seis meses es toda una eternidad— la que acabó con su corazón. Quién sabe. Lo cierto era que yo no tenía perdón de Dios.

De hecho, la trampa funcionó durante un tiempo. Lagomarsino dejó de mencionar el asunto por un largo mes y medio, y cuando volvió a la carga con lo mismo, el tono de sus preguntas habían cambiado radicalmente. Se lo notaba mas sereno, mas sosegado.

—¿Cómo va el cuento, Juancho?— me preguntaba sonriente—. Florencia ya sabe todo.

—No te preocupes, flaco, estoy en eso— le respondía seguro.

—Le conté a Florencia que sos un gran escritor y que vas a escribir la historia de nuestro amor.

Un gran escritor. El flaco tenía esas cosas que a uno lo hacían enfurecer. Por lo menos a mí me volvían loco. No era la primera vez que decía: “sos un gran escritor”, y cada vez que mencionaba esa frase yo regresaba a toda velocidad a mi adolescencia, cuando todavía conservaba el extraño don de acordarme de las cosas, de no querer olvidarlas, de tener la necesidad de ponerlas en un papel para que otros se acuerden de ellas. Quería evitar que el tiempo hiciera y deshiciera a su antojo. Anhelaba vencer el olvido. Por largas temporadas me dedicaba a escribir, y esa era mi única actividad, mientras los demás jugaban al fútbol o se ponían de novios. Todo mi empeño estaba destinado a retener esas historias que yo consideraba únicas, una especie de tesoro que había que preservar a toda costa. Para mí el escribir era una forma de no perderlas, de inmortalizarlas. Y algunos amigos, los mismos que perdían los días corriendo detrás de una pelotita, o de la pollera de alguna muchacha, terminaban aprobando mis relatos. Aunque esa época era tan lejana, tan borrosa, que ni siquiera estaba seguro de haber sido yo el autor de aquellos relatos.  

Y para colmo estaba el estúpido de Lagomarsino, haciendo sus estúpidos comentarios de siempre: “Sos un gran escritor”, como si alguna vez hubiera leído algo mío. Como si supiera lo doloroso que era perderse en las noches, y entrar en esos imperdonables tugurios para intentar escribir algo absurdo, que indefectiblemente terminaría en el primer tacho de basura. Que sabía él lo que era perderse en esas innombrables tabernas, rodeado de bestias, porque no se pueden llamar hombres a esos seres impregnados de alcohol. Que sabía él lo que era malgastar minutos de vida con mujerzuelas imperdonables. Quién se creía que era él para haberme suplicado de rodillas que le escribiera un cuento, cuando lo mío no era más que perder el tiempo en los bajos fondos de Buenos Aires.  

Desde ya, esto era lo que pensaba del flaco mientras vivía. Después que falleció fue distinto, él se convirtió increíblemente en otra persona. Siempre pasa lo mismo, los muertos son más virtuosos que los vivos. La muerte es poderosa, muy poderosa, lo transforma todo. Quien iba a pensar que ese cuerpo joven, rozagante, con más de cien kilos a cuestas, se iba a terminar apagando de esa forma. Quien hubiera podido imaginarlo así, seco, como una hoja en otoño, tendido en la parada de taxis, justo a la hora de ir a la casa de Florencia. Nadie, ni siquiera yo.

En cierto sentido la muerte se me asemeja. Quiero decir, ella es tan  embustera, mentirosa y cretina como yo. Ahora que ya no estaba, resulta que el flaco no era tan vulgar ni monótono. Su voz no era de las peores del planeta, y para colmo sus comentarios… bueno hombre, tenían una inteligencia pocas veces vista.  La muerte es así, y no hay nada que se pueda hacer contra ella. Miente descaradamente, hace brillar hasta el más opaco de los metales. Hoy el tipo no lucía ni patético ni insignificante. Hasta me había convencido que era merecedor de esta historia de amor que había mendigado. Incluso Florencia ya no me parecía demasiada mujer para él. Más aún, en este mismo momento, con el flaco a más de dos metros bajo tierra, puedo declarar bien suelto de cuerpo que los dos conformaban una pareja ideal. Que tramposa es la muerte, ¡Dios mío!, si  yo — el más grande de los miserables— el mismísimo día de mi entierro sería visto como un gran señor, un escritor memorable y el mejor amigo de Lagomarsino. Es Increíble lo que es capaz muerte.

Siempre lo temí. De algún modo supe que llegaría el día en que tendría que responder por mi despreciable comportamiento con el flaco. Eso sí,  jamás sospeché que sería de ese modo. ¿Si había tomado? Por supuesto que no. Cuando uno bebe fuerte se imagina cosas y hasta cree haber vivido experiencias extravagantes. No es mi caso. Por lo menos esa tarde no fue así. Claro que al llegar la noche el alcohol hizo estragos conmigo. Pero esas circunstancias fueron posteriores a los hechos que voy a pasar a relatar. Puedo asegurar que aquella tarde del verano pasado, cuando ocurrió eso, yo estaba completamente sobrio.

En realidad es bastante dificultoso narrar lo que pasó ese día, pero lo voy a intentar. A ver, como decirlo, fue como si las cosas se hubieran encadenado de una manera mágica. Me dejé llevar por una especie de ligazón invisible, un vínculo secreto que me fue arrastrando lentamente hasta el lugar al que nunca hubiera deseado llegar. Sin darme cuenta cedí a ese oscuro impulso. Guiado por una fuerza misteriosa llegué hasta su puerta, así de fácil. Simplemente toqué el timbre y Florencia salió a abrirme. Era muy hermosa. Tenía treinta años, tal vez treinta y cinco. Una intrigante luz irradiaba de sus mejillas. Le dije mi nombre. No se sorprendió, al contrario. Hubiera jurado que me estaba esperando. La situación era un tanto incómoda, y para peor yo seguía sin saber exactamente porque estaba allí.

—Pase por favor— me dijo con un tono que más bien sonó a compromiso.

—No quiero molestarla…

—Por favor— insistió amablemente—. No se preocupe, pase…

Me miró con curiosidad. Me acomodé en uno de los sillones del living. Ella se ubicó justo enfrente. El lugar era espacioso y cálido. Enseguida irrumpió un fuerte olor,  similar al que despiden las flores cuando se corrompen. Miré para la biblioteca y allí estaban, en un jarrón de color blanco, tres rosas rojas marchitándose lastimosamente. Me hicieron acordar a un cementerio.

—Es raro que no haya ido al velorio—me dijo con un cierto aire, mezcla de reproche e  intriga.

—Si, es raro—admití avergonzado—, aunque la verdad, no soy de ir a ver muertos.

—Si, a mí tampoco me gusta eso. Bueno…No era cualquier muerto.

Se hizo un silencio que me pareció eterno. No me atreví a mirarla a los ojos. Más bien me quedé con la vista clavada en un pequeño cuadrito, que estaba pegado a la ventana que daba al jardín. Creo que ella sintió la misma incomodidad. Con una voz muy suave, casi imperceptible, murmuré:

—Es que trabajo de noche.

Ella se distendió un poco. Una tibia sonrisa que salió de sus labios pareció cortar la tirantez que reinaba en el aire, aunque con severidad respondió:

—Claro, usted es escritor, mejor dicho un gran escritor. El flaco, pobrecito, no se cansaba de recordármelo. Supongo que la noche debe ser el mejor momento para escribir, ¿no?

Volví a sentir el mismo malestar que antes. Con indiferencia dije:

—Supongo que sí.

Pensé que iba a mencionar lo del cuento. Traté de adelantarme e imaginar mi respuesta. Me equivoqué. No dijo nada. Se quedó pensativa. Fue en ese momento que creí ver reflejado en sus grandes ojos negros, la figura de Lagomarsino de perfil, recostado sobre el ventanal del café. Me pareció que a ella también se le había colado la imagen del flaco por algún lado. Hizo un gesto que casi no se vio. Tuve la impresión de que iba a decir algo. Fue todo tan fugaz, que en realidad era imposible saber si realmente había querido hablar. Recién después de un rato pareció reaccionar.

—¿Quiere tomar un té?— me preguntó con delicadeza.

Le contesté que sí. Nunca me había gustado el té, pero curiosamente le había dicho que sí. Enseguida entendí que era el momento para decir eso:

—Quiero darle mi más sentido pésame.

—Gracias— me respondió, mientras acomodaba las tazas en la mesa.

De repente se levantó y dijo algo que no se entendió muy bien. En menos de un segundo había desaparecido detrás de una puerta. Me quedé sólo. Entonces aproveché para mirar la casa con detenimiento. Me puse de pie y caminé en dirección a la biblioteca donde estaban las flores. Eran cuatro, y no tres, las rosas. Haber dicho que eran rojas había sido por lo menos una exageración; apenas un colorado débil, tan apagado, que costaba imaginar que alguna vez habían estado llenas de vida, como Lagomarsino.

Cuando regresó, yo estaba de nuevo sentado en el mismo lugar. Sobre la mesa apoyó un álbum de color verde. Lo abrió y me preguntó si quería ver unas fotos. Le contesté que sí. Y allí estaban ellos, exultantes, felices, Florencia y el flaco en el jardín japonés, saliendo del cine, sentados en una plaza. Allí estaban, de nuevo, riéndose, abrazados, besándose, Florencia y el flaco, siempre ellos.

Eso fue lo que pasó a grandes rasgos aquella tarde. Después miré el reloj y le dije que me tenía que ir. Me acompañó hasta la puerta. Fue en ese instante que me puso la mano sobre mi hombro y con voz maternal dijo:

—No le dé más vueltas al asunto, es mejor dejar las cosas así.

—Si— le contesté sin pensar.

Era difícil haber respondido otra cosa. Enseguida me pregunté si eso que había dicho era el perdón, que ahora intuyo, había ido a buscar.

Estaba ya en la calle cuando pensé que todos los amores deberían ser como el de ellos: breves, fugaces, inconclusos. De lo contrario envejecen, se vuelven grises, dejan de ser amores.

Pensé también, que de haber escrito la historia, habría sido igual de triste.

Cuando subí al taxi, la respiración me volvió al cuerpo. Giré la cabeza para mirar por última vez la casa. La sentí más lejana que nunca. En realidad me pareció que nunca había estado allí.

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