2° Premio Fundación Victoria Ocampo – 2016

No tengo dudas. El mundo está lleno de gente improvisada, tipos que largan al viento la primera pavada que escuchan por ahí, sin tomarse siquiera el trabajo de chequear la fuente.  

Un ejemplo de lo que digo es mi amigo Ricardo Lentini. Resulta que viene un día y me comenta que un amigo común, Paco Benavente, se había muerto un par de meses atrás, a causa de una enfermedad. No sabía cuál. A él se lo habían contado en el club.          

Hasta ahí todo bien, bueno, no…en realidad, todo espantoso, horrible; la muerte de Paco, un amigo entrañable de la juventud, significaba para mí una pérdida invalorable. Lo que quiero significar es que, hasta ese punto, las cosas eran dolorosas pero verosímiles. En todo caso, el prematuro final de Paco formaba parte de las reglas del juego: Antes o después, la gente se termina muriendo.  

Lo inconcebible del asunto llegó un año después, cuando me encuentro con el supuesto finado caminando lo más campante por Avenida de Mayo, a la altura de Chacabuco, en pleno centro de Buenos Aires.   

Al verlo me quedé duró de la impresión. Él, en cambio, eufórico, vino a abrazarme.         

Recuerdo que aún en los brazos del que debía ser un cadáver, me juré condenar para siempre a Lentini en la lista negra de los charlatanes.     

Pasada la conmoción inicial, me puse felicísimo. Era como si delante de mis ojos se hubiera producido el milagro de la resurrección.        

Enseguida nos pusimos a hurgar en los recuerdos, algo borrosos al principio, pero que con el correr de los minutos fueron cobrando una vigencia pasmosa.    

No, no se llamaba Francisco, su nombre era Leandro, pero con los muchachos de entonces lo habíamos bautizado Paco, por el famoso músico español, Paco de Lucía.

Pobre, el gran maestro sí que había pasado a mejor vida, en Playa del Carmen, México, un mes atrás. Una verdadera desgracia.

Benavente tocaba la guitarra española como los dioses, era dueño de una técnica y una rapidez asombrosa. Además le imprimía a su música una onda flamenca que hacía recordar al guitarrista andaluz. Incluso hasta lo imitaba en su forma de vestir y de peinarse.         

Nunca le perdonamos en el barrio no haberse dedicado de lleno a la música, existía el convencimiento unánime de que hubiera llegado lejos, jugando en las ligas mayores de las guitarras, pero siempre minimizó esa posibilidad, se tiraba para abajo, decía que era un guitarrista del montón.

—Paco, decime una cosa, ¿seguis tocando la viola?—fue una de las primeras preguntas que le hice.

—¿La viola? No, querido, ya no—se lamentó—. Hace años que la tengo arrumbada en el armario de mi cuarto. Calculo que la humedad la debe haber hecho pedazos.        

En un momento dado de la amena charla le propuse seguirla en algún café, si algo sobraban en la Avenida de Mayo eran justamente eso, bares y cafés, y si algo nos sobraban a nosotros, eran recuerdos. Además estábamos incómodos, a esa hora de la tarde la calle hervía y obstaculizábamos el paso, le gente, molesta, no paraba de pedirnos permiso. Nos movíamos para un lado y enseguida para el otro, y así todo el tiempo, como si estuviéramos ensayando los pasos de un insólito baile.

Con pesar, rechazó mi invitación. No le daban los tiempos, tenía que terminar un trámite no sé dónde. A cambio de eso, tomó nota del número de mi celular. Me prometió llamarme pronto para vernos algún día. Sin embargo, no se fue. Siguió hablando, ahora de vaguedades, cosas que sólo él recordaba.        

Mientras tanto, yo me debatía en el gran dilema. ¿Qué hago? ¿Le digo o no le digo? Algo me impulsaba a contarle la estupidez esa de Lentini, pero enseguida un stop, como un enorme semáforo en rojo se encendía y me hacía detener.

Evalué tres reacciones posibles de Paco: la primera, que no le diera importancia a la falsa noticia, incluso que se lo tomara en broma; dos, que le cayera mal y se quedara impresionado; por último, que se pusiera contento, por el viejo dicho aquel: “cuando alguien te mata antes, en realidad te está alargando la vida”.  

Y Paco que seguía amenazando con irse, pero no eran más que puros amagues, a último momento terminaba inventando una historia nueva para quedarse un rato más. En cierto modo, daba la sensación de que él también quería contarme algo y no se animaba.

En un momento dado se refirió con pesar al triste final de su ídolo.

—Qué tremendo, viejo. El otro día se nos fue el gran Paco de Lucía—dijo con los ojos brillosos—. La música, qué digo la música, el arte entero está de luto. ¡Cómo admiraba al tipo ese! ¿Vos te acordás la vez que fuimos a verlo al Luna Park?

Le respondí que sí, que de aquel recital no iba a olvidarme por el resto de mi vida.     

—¿Y de Lentini? ¿No sabes nada?—cambió inesperadamente de tema.   

La pregunta me tomó desprevenido. Descolocado, no supe qué responder.   

Pero Paco insistió y entonces no me quedó más remedio que contarle la verdad:  

—Mira, Paco, te tengo que comentar algo, espero que no lo tomes a mal. A Lentini me lo crucé la primavera pasada y me dijo que te habías muerto, de una enfermedad. Sí, lo que escuchaste, muerto, fallecido, fiambre…Cómo quieras llamarlo. A él se lo había dicho un amigo, no sé bien quién. Que querés que te diga, dos boludos más grandes que una casa. Al final no hay con qué darle, la gente habla porque es gratis.          

Paco abrió unos ojos enormes y empalideció. De todas las posibles reacciones que había evaluado, por lejos se había impuesto la número dos.  Luego de largos segundos en los que no deseé otra cosa que me tragara la tierra, reaccionó y logró preguntarme:

—Che, ¿En serio que te dijo eso?

Estaba a punto de hacerle una broma para aflojar un poco la tensión, cuando se me adelantó, de nuevo con una voz débil:  

—No me vas a creer, pero me dijeron lo mismo de vos. ¿Te acordás de Castiglioni? Me lo contó en mayo pasado. Dijo que fue en un accidente de tránsito. ¿Qué casualidad, no?

—Me estás jodiendo…  

—Te lo juro. Es raro que vos y yo…que justo a los dos…—y Paco no pudo terminar la frase, se quedó con la vista perdida en algún punto de la vereda de enfrente.   

—Sí, los dos…qué casualidad, ¿no?—alcancé a decir y en ese momento me di cuenta que se me habían aflojado las piernas.

Hasta donde recuerdo, esas fueron las últimas palabras que pronunciamos.

Después nos quedamos paralizados, mirándonos a los ojos, como si hubiéramos salido de un sueño, o entrado a uno. Una inesperada niebla empezó a bajar del cielo. La ciudad se fue  desdibujando y un silencio raro se apoderó del aire. La palabra permiso ya no volvió a sonar. Los peatones ahora caminaban sin obstáculos. Todo se fue borroneando, y algo empezó a moverse, no sé si era la ciudad o nosotros, o los dos, pero en sentido contrario. Lo cierto es que de a poco íbamos quedando más lejos de todo. Y de pronto, del gentío oscuro y distante, emergió una figura luminosa, que con musicalidad empezó a caminar en dirección nuestra. Cuando lo tuve cerca, comprobé que el tipo era igualito a Paco… ma que igualito, ¡era el verdadero Paco de Lucía! Traía una hermosa guitarra.

Al pasar frente a nosotros, el maestro nos dijo con una sonrisa en los labios:

—Hola, muchachos, ¿cómo andan? Que alegría verlos por acá.  

Los dos, al unísono, levantamos lastimosamente una mano, a modo de saludo.  

CGM

Agosto 2015

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